2013
Según pasan los años.
Hay un momento en la vida, en el que nos encontramos en el medio de dos realidades absolutamente diferentes, y ambas requieren nuestra comprensión y, por sobre todas las cosas, nuestro amor:Nuestros hijos adolescentes y su problemática, muchas veces, difícil de acompañar;
Y nuestros padres ya mayores y que también necesitan nuestro cuidado y comprensión.
No siempre es fácil adaptarse a los cambios que enfrentamos nosotros mismos, incluso cuando los que sufren esos cambios son las personas que nos rodean.
Nuestros hijos van convirtiéndose, de a poco, en adultos, y nuestros padres en ancianos.
El modo de tratarlos ya no es el mismo.
A nuestros hijos, debemos concederles más libertad, responsabilidades, enseñarles a hacerse cargo de sus decisiones y, respecto de nuestros padres, ahora nos toca a nosotros atenderlos a ellos.
Los roles se han invertido, y –si esto fuese posible– deberíamos devolverles todo lo que
ellos nos han entregado.
Hay que aprender otro idioma con nuestros hijos, otra forma de comunicarnos, divertirnos y buscar nuevos espacios que podamos compartir.
Algo similar sucede con nuestros padres.
Es hora de asumir que tenemos que
–de una manera muy sutil y no definitiva–
soltar las manos de nuestros hijos, y que nuestros padres precisan, más que nunca, que los tomemos fuerte de la mano.
Por un lado, todo lo nuevo: música que no nos termina de convencer, formas de hablar diferentes, horarios inusuales, modas que nos resultan ajenas; y, por el otro, toda la historia, los recuerdos que cobran una magnitud que hasta hace poco no tenían.
No concebimos por qué nuestros padres se apegan a cosas materiales, tales como ropa, elementos de la casa, muebles que consideramos viejos, y, aun ofreciéndoles regalarles cosas nuevas, ellos no aceptan. ¿Por qué usan esa prenda que lleva más de veinte años y no han estrenado la que les obsequiamos en su cumpleaños? ¿Por qué si un mueble no está en buenas condiciones o la televisión no se ve con claridad, no quieren que los reemplacemos por otros? Si nos proponemos hacer el ejercicio de cruzarnos de vereda, podremos darnos cuenta de que, a cierta edad, las cosas portan historia e identidad propia. Estoy seguro de que ellos sienten que, con esa prenda que los acompaña hace tanto tiempo, se aferran a la vida.
Creo que conservar sus pertenencias, por deterioradas o viejas que estén, les brinda seguridad.
Otra realidad es la de nuestros hijos, que parecería que a nada se aferran, que lo que hoy sirve, mañana es obsoleto, que lo que, en este momento, es vital, mañana pasa a ser nimio, en el medio, nosotros.
Mirando una vereda y la otra; mientras tanto, viviendo nuestra propia realidad y todo lo que eso acarrea.
Unos comienzan a vivir una vida plena, los otros van alcanzando el final del camino.
Unos comienzan a demandar un poco menos de nosotros, y quienes fueron nuestro respaldo, empiezan a pedir que nosotros seamos el de ellos.
¿Qué mejor que acompañar a nuestros padres a transitar el trayecto que les resta?
¿Qué mejor que contener a nuestros hijos en su proceso de crecimiento?
Algo así como que cayó el telón, terminó la actuación, tu participación en la obra, ya fue. y lentamente nos acostumbramos, a que pagamos una entrada, por un tiempo de actuación, o nos dan un pobre papel de relleno en la obra, para que invitemos a los amigos y conocidos a concurrir a la actuación,y compartir aplausos.
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